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LOS INCIDENTES DEL CAMINO




Hay un elemento esencial que corre siempre el riesgo de faltarle a la crítica, y en particular a las monografías, muy voluminosas con frecuencia, que dedica en nuestros días a esta o a aquella novela famosa: “La génesis de La señora Bovary“, “Las fuentes de Las amistades peligrosas“, etc. Ese elemento -del que sólo el escritor podría aportar información- lo constituyen los fantasmas de libros sucesivos que la imaginación del autor proyectaba continuamente en vanguardia de su pluma e iban cambiando, con esa deformación inevitable que la tarea de escribir imprime a todos los capítulos, de la misma forma que una carretera sinuosa proyecta ante el viajero, en el marco de un paisaje de determinada naturaleza, una serie de perspectivas diversas y, a veces, de lo más inesperado.
En todas y cada una de las revueltas del libro, otro libro, posible e incluso probable con frecuencia, va a parar a la nada. Un libro sensiblemente diferente no sólo en esa parte superficial que es la intriga, sino en esa parte fundamental que es el registro, el timbre, la tonalidad. Y esos libros, que van desapareciendo sobre la marcha, arrojados por millones al limbo de la literatura -y por eso tendrían importancia para el crítico que tenga empeño en explicarse a la perfección-, esos libros, que nacieron de la escritura, cuentan hasta cierto punto, no han desaparecido por completo. Durante páginas, durante capítulos enteros, fue una alucinación suya la que tiró del escritor como por un camino de sirga, la que le exacerbó la sed y le estimuló la energía ; a su luz, a veces, se escribieron partes enteras de ese libro. El rastro sinuoso del viaje del autor por el desierto de las páginas blancas nada más puede explicarse si se tiene en cuenta no sólo el escalonamiento de los pozos en que bebió, sino también los espejismos hacia los que caminó tantas veces.
No podemos aquí exponer sino la experiencia propia. Toda la primera parte de Los ojos del bosque se escribió con la perspectiva de una misa del gallo en Les Falizes, que tenía que ser un capítulo muy importante y habría dado al libro, al introducir en él esa tonalidad religiosa, un porte muy diferente. Y El mar de las Sirtes avanzando a golpe de cañón hasta el último capítulo hacia una batalla naval que nunca llegó a ocurrir.
Busquen, señores críticos, busquen más, tengan el empeño mallarmeano de seguirles el rastro a esos libros vanos, abolidos, inanes, que movieron la lanzadera mientras se iba tejiendo el libro real; sean los Dupin sutiles hasta el infinito que habrán de explorar y balizar ese itinerario mental que callejones sin salida inesperados jalonan de punta a cabo, que el influjo de unos campos magnéticos, que se van descargando sobre la marcha, tuerce por completo. Cuando hayan apurado, como saben hacerlo, el estudio del frágil proyecto viajero del autor, háganle un sitio -un sitio muy grande- a los incidentes del camino y ni tan siquiera los escritores les escatimaran la coronación. Y dejen de especular en lo referido a la composición. Porque si pasar de un ser vivo a su esqueleto tiene una razón de ser, para pasar del esqueleto al ser vivo no hay la mínima razón.
Julien Gracq
Capitulares
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

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LA RISA




Vamos a suponer que durante un paseo por el campo distinguís en lo alto de una colina algo así como un corpachón enorme cuyos brazos dan vueltas. No sabéis de lo que se trata, y buscáis entre vuestras ideas, es decir, entre los recuerdos que vuestra memoria retiene, aquel que ha de ajustarse mejor a lo que estáis viendo. Casi al instante os vendrá a las mentes la imagen de un molino de viento; y eso es, en realidad, lo que tenéis delante. Poco importa que antes de salir de casa hayáis leído esos cuentos de hadas en que aparecen gigantes con brazos interminables. Estoy conforme en que el buen sentido consiste en saber recordar, pero más todavía en saber olvidar. Es el esfuerzo de un espíritu que se adapta y se vuelve a adaptar incesantemente, variando de idea al cambiar de objeto. Es una movilidad de la inteligencia que se regula por la movilidad de las cosas. Es la continua movilidad de nuestra atención en la vida.
He aquí Don Quijote que marcha a la aventura. Ha leído en sus libros que a todo caballero le salen al paso gigantes con quienes ha de combatir. Así, pues, necesita un gigante. Esta idea es como un privilegiado recuerdo que se instaló en su espíritu, y allí sigue al acecho, inmóvil, esperando una ocasión para lanzarse fuera y encarnar en alguna cosa. Es un recuerdo que necesita materializarse. Cualquier objeto, el primero que se le ofrezca, aunque tenga solamente una semejanza muy lejana, recogerá todo el aspecto de esos gigantes que adivinó en los libros. Por consiguiente, Don Quijote verá gigantes allí donde los demás vemos molinos de viento. Esto es cómico y absurdo. ¿Pero es un absurdo vulgar?
¿No comprobáis en él una inversión verdaderamente singular del sentido común? Consiste en querer amoldar las cosas a las ideas y no las ideas a las cosas.
Consiste en ver delante de uno mismo lo que se piensa, en lugar de pensar en lo que se ve. El sentido común necesita que todos los recuerdos permanezcan en su sitio.  Entonces el recuerdo apropiado responderá en seguida al llamamiento de la actualidad y servirá para interpretarla dócilmente. En Don Quijote ocurre lo contrario. Un grupo de recuerdos manda sobre todos los otros y hasta se impone a la misma persona. En este caso la realidad habrá de plegarse a la imaginación, reduciéndose a servir para darle cuerpo. Una vez formada la ilusión, la desenvuelve Don Quijote muy razonablemente, ateniéndose a todas sus consecuencias, moviéndose con la seguridad y precisión del sonámbulo que ejecuta un sueño. Éste es el origen del error, y esta lógica especial que preside el absurdo. Ahora bien, ¿esta lógica es privativa de Don Quijote?
Hemos visto que el personaje cómico peca siempre por obstinación de espíritu o de carácter, por distracción o por automatismo. En el fondo de lo cómico hay una rigidez de cierto género que obliga a seguir rectamente el camino, sin escuchar y sin querer oír. ¡Cuántas escenas cómicas del teatro de Molière podrían reducirse a este tipo sencillísimo! Un personaje que sigue su idea y que vuelve a ella constantemente por más que le interrumpan. Se puede pasar insensiblemente del que no quiere oír al que no quiere ver, y por último, al que sólo ve lo que desea. El que se obstina acaba por ajustar las cosas a su idea, en vez de acomodarla a las cosas. Todo personaje cómico marcha, pues, por la senda de ilusión que acabamos de describir. Don Quijote nos presenta el tipo general del absurdo cómico.

Henri Bergson
La risa, 1931

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